jueves, 6 de febrero de 2014

Atemporales.

Ese extraño poder de las palabras, virtud a la par que problema; su atemporalidad. Da igual cuántos segundos se vayan depositando sobre ellas, cuántos años, quizás horas, pulan sobre su superficie los estragos de las dimensiones. No importa cuánto se aje el papel, ni si arde o se humedece. Las palabras, una tras otra, conservan su golpe mortal, su toque divino, con una fuerza constante, con un dolor perenne e innato. 
Conservan esa fuerza incluso cuando representan realidades imposibles, ya que todo lo que imagina el humano ha sido previamente procesado por el cerebro, es decir, todas las emociones contenidas en las líneas existen, aunque el contexto sea improbable. El contexto no importa. 
No concibo el paso del tiempo y su halo de indiferencia helada sobre  las palabras. Se me hace imposible  no concebir la existencia en círculos, tropezando una y otra vez con las mismas palabras, llorando, riendo o dejando el alma troceada en cada una de ellas. Melancolía infinita, viniendo a resumir. 
Quizás por eso se dice que el amor dura toda una vida. Leeré que amé y volveré a amar; tal vez nunca se abandonan los sentimientos. 
Las palabras, desde mi concepción de la realidad, son lo único que no se va hundiendo bajo el peso del tiempo y la lejanía. Todo lo demás se disgrega. Y por todo lo demás entiéndase nosotros mismos, somos los que nos vamos alejando del yo, nos vamos deformando, siendo mejores o peores de manera discutible, nos vamos discurriendo río abajo, anclándonos en una melancolía eterna. Somos nosotros los que debemos temer y amar al tiempo, y hacer al menos el intento de curtirnos en la dirección deseada.
Pueden pasar mil años, que volveré a llorar con las mismas líneas. Acaso en toda la eternidad no sea capaz de  dejar de hacerlo. 

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