domingo, 23 de febrero de 2014

Pasearme sobre los muros

Despegada, anclada en el tiempo, veo cómo se reducen a dos mis opciones: volverme neurótica o impasible. Siempre nos queda ser salvajemente, ser sin moralidad ni estupor, sólo con el brillo de los ojos profundos, de las ganas utópicas. Ser sin esperar. Con los ojos secos, las manos vacías y la sonrisa triste. Ser mirando a la nada. Ser sin palabras. 
Me quedo en calma, pues una vez que se asume que el hombre no es más que la expresión más o menos reprimida de un cúmulo de oscuridad salvaje todo es paz. Todo es seguir caminando, seguir respirando.
El mundo, los hechos se deslizan, y parecen no tocarme. No los siento, ni los ajenos ni los propios. Estoy estancada en un mundo de brisa e infierno. De todo lo que soy y lo que no soy me construyo. Me destruyo para poder seguir construyendo, me deslizo, me sueño y me olvido. Me olvido...
Me despego, me pierdo. Sigo siendo, y maldita amígdala. Malditas ansias perennes de autodestrucción. De volver al pasado o cubrirlo con mil velos, de ir al futuro y arrancarle su maktub; de dejarme a solas con la indeterminación de un preciosísimo presente incierto y sucio, puro caos. No quiero ser. Déjame ir con el huracán al menos un rato. Bello y completamente árido presente, vacío, eso es lo que quiero. Sin ser, sin estar, sin sentir. Pasearme sobre los muros, mirar las estrellas, que nada exista esta noche. Sólo el frío obnubilándolo todo, y una pequeña parte de mí, la que sólo se encarga de respirar. Enajenación. Tan necesaria como idealista a estas horas.
Neurótica o impasible, esa es la cuestión. 

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