viernes, 2 de marzo de 2012

Tengo una libreta donde voy guardando el mundo.

Yo y mi brillo ceniciento... Mi pasaje, mi billete al otro mundo. A ese mundo revestido de paredes de melancolía color cielo, de labios que sangran cuando sonríen, de botellas vacías y miradas perdidas. Ir allí a cada instante, quizás al único mundo al que puedo permitirme pertenecer. Un mundo callado e inmenso donde lo único que puedo oír es mi latido en la garganta, a punto de escapar con la ingravidez de mis anhelos.
De vez en cuando llueve allí, de vez en cuando sopla un viento seco que provoca torbellinos en mis pensamientos. Pensamientos llenos de locura, llenos de pequeños delirios que se hielan al instante siguiente de estallar en éxtasis y arder.
Y el único terror de mis noches en este gris y apartado paraje es un dolor hambriento que me va mordiendo poquito a poco la calma, que se alimenta de mi sangre y me deja lívida -¡pero qué importa eso en la oscuridad!-.
A veces rompo el silencio, y se quiebra en cachitos muy pequeños, y pronuncio palabras de amor o de indiferencia que describan estas ojeras, palabras que puedan  hablar de lo rojos que están mis ojos algunas noches, que sinteticen y se aproximen ligeramente a todo esto que llevo dentro. Palabras tontas al fin y al cabo. Pero qué más da, si a pesar de todo, el cielo es mío aunque gris, es mía esta inmensidad en la que me revuelco y respiro.
Podría enamorarme de la vida aunque la odie, podría...
Podría, aunque no confíe en el futuro y guarde mis libretas bajo llave, junto a unas delirantes ridiculeces que me guían por una locura ascendente, siempre al mismo lugar.