domingo, 29 de septiembre de 2013

Ningún domingo es bueno.

Llorar, dice Benedetti. Por no importa qué clase de miseria. Llorar. No, no puedo cumplir la misión. Me siento tan agridulcemente estancada entre la luz del día y las pesadillas; tan irremediablemente perdida, alejada del rumbo inicial de la travesía. No sé cómo, pero he acabado en un manicomio, con un puñal entre los pulmones, en forma de tiempo, de rotura alada, de insomnio, de eterna melancolía que se desparrama por el suelo, en forma de poema, de aire desquiciado. He perdido el rumbo en el mundo atemporal de los oasis maquiavélicos, las noches infinitas y el placer agridulce de la perfecta irrealidad. Absoluta irrealidad. Soñada irrealidad. 
Cansancio, muerte dulce de cansancio, desangrándome en palabras, una a una, poco a poco, construyendo un infinito de ellas, como si así, al final del inmenso trabajo, hubiera un pequeño recodo de paz, un descanso, un tropiezo en la interminable caída. 
Respirar, simplemente a la búsqueda del vacío, del silencio que queda en la ausencia de agitación del alma. Hallar la satisfacción feliz en la semiparálisis del espíritu. Demencia es pretenderla. Locura, sólo una sucesión de pequeñísimos éxtasis para mí. Sólo vivir sin pausa para evitar que el silencio rompa el equilibrio de esta perenne y agridulce forma de volar. 

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