martes, 17 de diciembre de 2013

Fantasmas.

Porque somos adictos a la autodestrucción. Por eso mismo. Porque resulta inevitable embarrar el alma en certezas y recuerdos, en un futuro siempre marcado por las cicatrices del ser, por la espiral en que se embauca el espíritu una y otra vez, sin sentido, sólo con esa inevitabilidad tan perfectamente alineada con el caos más intrínseco, por esa repetición que somos -una y otra, y otra vez los mismos axones, las mismas terminaciones nerviosas, la misma sensibilidad descontrolada-, que no monotonía. Una y otra vez descontrol.
Que no monotonía, digo.
Que siempre la misma entropía pero nunca la misma Irene. Siempre el vértigo aferrado a las muñecas. Que siempre las mismas partes rotas del alma, siempre las mismas heridas -candentes algunos ratos helados-. 
El mismo bucle en cada una de mis entradas, el mismo impulso que me lleva a las -confusas- palabras, para tratar de entender, de comprender qué hago aquí, mirando por la ventana y helándome la nariz, obnubilada por la melancolía desde la coronilla hasta la punta de los dedos de los pies. 'Siempre fuiste así, aunque no exactamente así...' La respuesta más lógica y certera. Pero no basta. Sentiré esta necesidad infinitas veces, de plasmarme en el papel tal cual fui, de llenar vacíos que yo misma he hurgado hasta hacer sangrar....
Hasta desangrarme. Hasta el cielo y más allá. Hasta un infinito sin errores, sin este centro de mi existencia que es el potencial autodestructivo que radica en lo más profundo y latente de mi ser. 
En resumen, que se me acumulan los fantasmas sobre el mismo delirio.
Por eso y por mil cosas más que no sabría explicar sin sentirme cíclica e idiota estoy en este mismo instante absorta, pensando en los fantasmas oscuros y las luces de este bucle infernal y divino, encadenado en un suspiro.

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