domingo, 22 de septiembre de 2013

Domingo un poco apagado.

Los dedos del tiempo sobre mi pelo. Eterno septiembre, que parece que se fuga y nunca se va. No logro zafarme de él. Por suerte y por desgracia. El frío, que ya se va colando entre los labios cuando, mirando un poco al frente, un poco a ningún sitio en el balcón, hace creer lo contrario. Pero no. Octubre no existe. Mi calendario está lleno de eterno perecer de flores, de eternos despertares de la siesta, de canciones tristes que alegran las sonrisas agridulces. Si pudiera definir algo con claridad, con certeza atemporal, sería para decir que el poeta es aquél que se estanca dentro de un torbellino y se dedica a gritarle al tiempo y al espacio, siempre omnipotentes, omnidestructores de toda conciencia de equilibrio. Siempre septiembre.
Susúrramelo. Dímelo una vez más; que tener el vello erizado es la misión y lo imposible es un regalo. Mi corazón se llama septiembre. Y si hay que tener fe en algo, es en la voluntad de ser, aunque a veces, o casi siempre, se fugue -no sé si por miedo a la soledad, por adicción a los altibajos-. 
Laisse saigner. Que los pulmones se desangren, se vacíen, que se vaya todo el aire. Secar el alma. Déjame sólo las ganas de seguir respirando en este helado septiembre, a solas con la agridulce melancolía a la que me encadeno para siempre con horror y placer, en el limbo entre la agonía y la concupiscencia de l'âme.

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