viernes, 26 de julio de 2013

Cincuenta y nueve kilos de enajenación.

Llegan las siete y ya no queda nadie, ¿sabes? Llega el amanecer y las ojeras. Se van las ganas y llegan los suspiros. Hay un impresionante tráfico de sensaciones en lo aparente de este silencio. No queda conciencia. No hay neuronas que no tiemblen. Ni sueño ni ganas de seguir despierta. Sólo autodestrucción. Sólo errores. Sólo maquillaje churreteado; ojos de gato. No queda música y del alcohol persiste el dolor más arraigado al estómago, sabor a ácidos, la torpeza.
Nadie es capaz de ser feliz junto a un cúmulo de caos perpetuo. Nadie quiere entropía para sí. Y yo la tengo toda en mi poder. Con el sabor de la bilis se mezcla el humo ya extinto, el odio perenne. Vaya horas más extrañas para ser persona.
Miro al techo. Sin remedio. Con ganas de ser y de no volver en mí. 'Bienvenida al club'. Las venas me palpitan, la razón se me enajena. Será mejor así, al menos mientras siga consciente. Consciente sin conciencia de ser, que también me vale. Se me evapora la sangre, el estómago clama palabras para ordenar el mundo.  
Es curioso que la persona más perfeccionista y maniática guarde bajo los dedos tal cantidad de desorden. Y sin embargo nada de una máquina del tiempo. Así me va. 
Me cuesta, no puedo asumir que esa cosa temblorosa del espejo sea yo. La puta insensible que sólo era capaz de sentir por cosas no humanas. Y aquí me hallo, desconocida, con los labios hinchados, la mueca confusa, en bragas, con 59 kilos y ningún valor emocional. Estoy muy rota, ¿sabes? Vuelvo a tener las palmas de las manos hinchadas de clavarme las uñas. Y aún parezco fuerte, no me explico cómo realmente he cambiado tan poco por fuera estando tan vacía. Aún tengo color sobre la piel. Sin embargo, ni módulo, ni dirección, ni sentido. Sólo algo que fui. 
El sol sale por el este y por todas las direcciones. Se estrella en todas direcciones. Ojalá no saliera por ninguna. Ojalá perpetua calma nocturna que me arrope. Ojalá fresco de la madrugada para mezclarlo con el dolor de pulmones. 
Llegan las siete y se hace de día otra vez más. Vuelvo a prometerme algo mejor. Soledad. No quiero nada. Volver a ser, como deseo a pedir a esta estrella fugaz que es el rocío evaporándose cuando el calor brota y no me deja dormir sin sudar todo este desorden, para que se desparrame aún más por el suelo conforme las horas se arrastran entre los enredos de mi pelo, entre los remolinos del aire que a duras penas sale y entra desordenado de mis labios, que más tienen que callar que sonreír.
Las paredes, la cortina, la persiana y la poca claridad que se cuela por debajo, la cama y toda la ropa por el suelo, los peluches expectantes y los cojines solitarios, todos los libros de las estanterías y los gatos que me observan desde la pared, todo es caos al contacto con mi existencia. Más me valdría agachar las orejas y encogerme un poco más. 
Es ese semblante triste y moribundo al otro lado del espejo de lo que quiero huir. Me da miedo ser. Me da miedo porque nunca alcanzaré lo que me he dejado varado en el pasado. Todas las palabras que no he dicho, todo en lo que podría haber utilizado este perfeccionamiento tan estúpidamente inútil. 
Y aquí estamos, amando la brisa que se cuela bajo la persiana. Odiando la luz porque significa día. Significa volver a ser sin querer ser, y hoy de regalo sin dormir. Me frotaré en la bañera muy mucho esta tristeza, para al menos camuflarla de gel y ser humano. 

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