sábado, 11 de mayo de 2013

Sábado enrevesado.

En un rincón tirado está mi instante, mi minuto, mi rato largo. Allí estoy yo, atada a él. Es duro estar condenada a perder el tiempo, ¿sabes? Condenada a saber que las batallas están perdidas antes de jugarlas. Sí, de jugarlas, pues no puedo tomar en serio lo que se desmorona a la par que lo hago yo, a la par que me desangro en montoncitos de arena que siguen perpetuamente encadenados a la religión que adora a la esquina donde desde un inicio estuve atada. Adoración de la vida como valor decadente, como único valor, y, por ello, considerada como epicentro del mal, como referencia del bien. Y es que es complicado notar en las venas cómo se escapa el tiempo. Pesa la certeza de saber que en cuanto me vaya será porque nunca he estado ahí. No estoy segura de que exista siquiera el lugar en que permanezco. 
Yo, que siempre me he quejado de los hombres que luchan por ideales ciegos que los dejan sordos, y héme aquí, enterrada a mil metros bajo una trinchera, luchando en el mismo sitio pero con otro nombre.

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