domingo, 24 de marzo de 2013

Delicado.

La delicadeza a veces se desparrama por el borde de la cama, conquistando el suelo, volviendo frágiles todos los objetos de la habitación. Lo hace tan calladamente que se convierte en apenas un cosquilleo, un susurro en los labios de la penumbra. Cuántos aromas se entremezclan en el claroscuro de una habitación si además del vaho se escapa el calor de la angustia, se despega de la lengua y va a estrellarse contra todas las paredes. 
La enfermedad es la cura, y el alma peca de silencio bajo el pesado grillete de las heladas cadenas que se ciernen bien prietas alrededor de las muñecas. ¿Es acaso necesario librarse de ellas para poder volar? 
Delicadeza, sí. Para ir paseando de mundo en mundo tan levemente que no existan paradas en el camino. La impersonalidad de dejar todas las posibilidades atrás. El mundo es tuyo, sí, pero el primero nunca podrá formar parte de él. Nunca, ¿sabes? Y quizás el desgaste provoca esta levedad. 
Palabras bonitas que significan poco para el lector, eso es sin duda lo maravilloso de esconderse tras una parafernalia preciosa que en realidad viene a extender la idea de un suspiro. Un suspiro en mitad de la nada. De cansancio, de extenuación, de ganas tal vez. Un suspiro delicado que se queda vacío, extraño ante sí mismo, en el mismo instante en que cobra sentido entre los hilos de una sonrisa triste. 

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