viernes, 9 de noviembre de 2012

Variación de alegrías de papel.

La tarde se aparece infinitamente triste bajo la lluvia. Y ya no sé si yo con ella o ella conmigo, pero cada gota de agua que cae, persiguiendo a la anterior hasta impactar contra el éxtasis terrestre, lleva sobre sí ese halo irenemente raro, de días en que casi puedo rozar mi alma con la punta de los dedos. Casi podría asegurar que cada una de esas ínfimas gotas tiene mi mismo nudo en el estómago. 
La tormenta me absorbe en su sonido al golpear en la ventana, en sus pequeños y tímidos truenos, en sus ahogados relámpagos. Noto esa electricidad casi mía. En mis venas. En el café que se va terminando y en mi silencio que perdura. 

Ahora mismo podría hacerme un refugio en tus lunares, y seguir allí el silencio.

La exquisitez de los días grises, que reside en el leve crujir de una página al contacto con mis dedos, en el roce de la  cucharilla con el borde de la taza. A veces mis dedos contra el piano. A veces mis dedos sangrantes sobre el papel. 
A veces la delicia está escondida en la contemplación del movimiento de las nubes, del viento acariciando los olivos y las gotas haciendo carreras en la ventana.
Me hundo, después de meses de casi olvido total, entre las páginas de los libros de mi querida EMV, compañera de luz cinérea atravesando todas las dimensiones. La del tiempo, la del espacio, la de la muerte. Allí me vuelvo a encontrar con esa parte del universo que guardo en el armario todo el verano hasta que llega el otoño. Casi imagino sus palabras, con la sangre por tinta, susurradas al blanco folio, y me pierdo en el infinito de sus lágrimas que hace ya tiempo andan medio secas. 
Y podría seguir divagando toda la tarde si no fuera porque se me enfría el café, y porque mis ganas de escribir este sentimiento silencioso está tornando en otra clase de impulsos eléctricos dentro del estómago...

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